Amor con mayúscula

Dulce Soler, PhD, was born in Tarragona, Spain. She grew up in Madrid in a Catholic family with 8 brothers. She drifted from the church while in graduate school in the US. She considers herself very fortunate to have been invited back and to continue to discover the treasure, wisdom and beauty of our faith.
Dulce is a biologist who works in pharmaceutical R&D developing medicines for various diseases.
Cada uno de nosotros ha experimentado la pandemia de este año 2020 de forma única. Yo la he vivido con cierta intensidad, ya que la situación en la ciudad donde crecí, Madrid, ha sido particularmente dramática. Fué un recordatorio del valor y la dignidad de la vida de cada persona, y particularmente, los ancianos y los más vulnerables, conocidos o no. También despertó en mí gran preocupación por las personas y países más desfavorecidos económicamente, para quien esta realidad podría llegar a ser incluso más devastadora.
¿Dónde estaba Dios en todo ésto? La angustia que me producía pensar en los que morían solos me hizo darme cuenta de mi falta de fé: Dios estaba y está con cada persona que sufre. Dios está presente, de manera misteriosa, tanto de manera personal como global. Cristo nos prometió: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28:20)”. No nos prometió que no sufriríamos o que no pasaríamos por pruebas, pero sí que nos acompañaría. Su compañia nos recomforta y nos da esperanza. Sin embargo, ¿cuántos de nosotros lo sabemos y lo experimentamos de este modo?
Una vez, escuché una homilia del domingo de la festividad de la Santísima Trinidad, que se me quedó grabada por como explicaba el misterio Trinitario. La Trinidad es una comunidad de Amor (Amor con mayúscula). El Padre ama al Hijo, el Hijo ama al Padre y el Espíritu Santo es el amor entre ambos. Dios Padre envia al Hijo, que viene a revelarnos su Amor y a dejarnos el Espíritu Santo, el defensor, que nos lleva de vuelta al Padre. Esta imagen circular en la que el mundo entero es abrazado en ese flujo de amor entre las tres personas de la Trinidad, me conmovió. Este es el cuerpo de Cristo. Toda la humanidad como hijos de Dios, hermanos y hermanas unos de otros, invitados todos a participar en esta fuente Trinitaria de amor.
En ese abrazo global, cada uno de nosotros es amado de forma particular e invitado a una relación personal con Dios, en Cristo, a través del Espíritu Santo. Nos alimentamos de la sabiduría y los Sacramentos de la Iglesia, especialmente la Eucaristía, y crecemos en amor a través del encuentro con Cristo en el Evangelio.
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3:16)”. Christina Dangond fué una niña que me dió testimonio de esta creencia. “Yo te alabo Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños (Mt 11:25)”. Cristy vivió los últimos años de su breve vida de 11 años con abandono de sí misma, paz y alegría, a pesar de grandes dificultades, gracias a esa profunda creencia de niña en Dios.
Cristy vivía una relación personal con Jesús. Solía decir frecuentemente: “Jesús, en tí confio”, y en particular, antes de cada tratamiento de quimoterapia. La oración le calmaba el dolor y le quitaba el miedo.
Me llamó la atención cuando en un encuentro especial de oración, en lugar de pedir por un milagro para sí misma, Cristy oró por “el mundo y para que se termine la polución”. A la pregunta de por qué no había pedido por sí misma, Cristy respondió: “Porque Dios ya sabe que plan tiene para mi vida”. Cristy tenía una relación personal, de amor, y en particular, de gran confianza en su Dios Trinitario. Y en su preocupación global por el mundo, Cristy entendía que estamos todos unidos por un mismo amor de Dios.
Todo estamos invitados a participar libremente de esta fuente de amor. Esta participación ha sido clara durante la pandemia, con tantos ejemplos de sacrificio personal, generosidad, solidaridad, y servicio al prójimo y al bien común. He leído historias conmovedoras de madrileños —víctimas del virus, ancianos, familiares, sanitarios, sacerdotes, religiosas, voluntarios, taxistas, trabajadores esenciales, y ciudadanos de a pie—que ilustran el heroismo surgido de las circustancias dramáticas a las que se enfrentaban. Todas estas conmovedoras historias personales y colectivas que se entretejen en el tapiz de nuestra humanidad común demuestran que el Amor y el Espíritu de Dios han estado y continúan estando visiblimente presentes y actúando en medio del mundo.