Renacer en la fe
Existen momentos, silenciosos y llenos de luz, en los que el corazón comprende que todo tiene sentido en el amor de Dios. No es cansancio ni resignación, sino la certeza serena que Su voluntad es perfecta, aun cuando la vida parezca incierta. En esos instantes sagrados, la gracia desciende suavemente, como brisa que acaricia las heridas y las convierte en consuelo. El miedo se aquieta, la esperanza renace y una paz profunda se instala en el alma, trayendo calma donde antes habitaba el desvelo. Nada cambia afuera, pero dentro todo florece.
La fe ilumina lo incierto; el dolor se vuelve maestro y la espera, oración. Así obra Dios: en silencio, con ternura, restaurando lo invisible y devolviendo sentido a lo vivido. Entregarse a Él es confiar, abrir el corazón para que Su amor lo llene todo, hasta que la calma de Su presencia lo convierta en morada de paz. No hay herida que Él no pueda tocar, ni tristeza que no transforme en esperanza.
La vida me dio un gran regalo: las dificultades. Al principio no las comprendí; me parecían injustas y pesadas. Pero con el tiempo descubrí que, detrás de cada una, estaba la mano amorosa de Cristo Jesús, guiándome con paciencia y enseñándome el verdadero sentido de la fe. En mi lucha constante aprendí a guardar silencio y a escuchar Su voz. Entendí que cuando todo parece perdido, es Él quien sostiene el alma y renueva las fuerzas.
Cada prueba se volvió enseñanza, y en cada caída encontré un motivo para levantarme con humildad. Jesús me mostró que se puede mantener la dignidad aun en medio del dolor, y que la esperanza debe alzarse como estandarte de quien confía en el poder divino. Me enseñó que las dificultades no son castigos, sino caminos de purificación que preparan el corazón para recibir Su gracia.
Hoy sé que sin esas pruebas no habría conocido la profundidad de Su amor. Cada lágrima se convirtió en oración y cada tropiezo en una oportunidad para acercarme más a Su luz. Porque cuando se camina tomado de la mano de Cristo, ninguna oscuridad puede apagar la fe ni obstáculo alguno desviar el propósito que Dios tiene para nosotros.
Lo que ayer fue peso hoy es enseñanza; lo que parecía un final era el inicio de un camino luminoso. Dios no permite el dolor para castigarnos, sino para enseñarnos a mirar con ojos nuevos, a vivir con humildad y amar con pureza. La fe que Él deposita en el alma es como un hilo invisible que sostiene el espíritu cuando todo parece derrumbarse. No se ve, pero se siente; no se impone, pero salva.
En medio del sufrimiento, cuando el cuerpo se agota y la mente se inquieta, la fe susurra al corazón: “No temas, aún hay vida dentro de ti.” Cada amanecer trae una promesa nueva. La paz no llega desde afuera, sino del abrazo silencioso de Dios, que nos recuerda que nunca hemos estado solos. Él camina a nuestro lado, aun cuando no lo percibimos, porque Su amor no se interrumpe ni se apaga.
Cuando comprendemos este misterio, renacemos. Ya no tememos al tiempo ni al destino, porque sabemos que todo lo que ocurre lleva la huella de un amor eterno que jamás se equivoca. Hay días en que el alma vaga como hoja al viento: ligera, incierta, entregada a las corrientes del tiempo. Son días de tránsito, cuando parece perderse, olvidando que detrás de cada soplo invisible hay una voluntad divina que siempre conduce hacia el bien.
Luego llegan los días fértiles, cuando una lluvia interior desciende y fecunda el corazón. Es la gracia de Dios despertando lo dormido y haciendo florecer lo que parecía perdido. Entonces la vida se vuelve ofrenda, y todo vibra en un silencio que anuncia esperanza.
También hay días sombríos, cuando la fe parece distante. Entonces Cristo se acerca, silencioso, y con Su mirada encendida recuerda que incluso el barro puede volver a ser luz si se deja tocar por el perdón.
Y llegan los días de paz profunda, cuando la creación entera parece orar con nosotros. Un trino, una brisa, una palabra amable… y el alma se siente renacer otra vez, sostenida por un amor que no exige nada, solo gratitud.
Hasta que arriba el día definitivo: el del desprendimiento y la calma. Ese en que el alma, después de su travesía, levanta anclas y regresa a su origen. No es muerte: es regreso. No es final: es plenitud. Es el encuentro con el amor que nunca muere, la mirada eterna de Dios que acoge y perdona, la promesa cumplida del cielo que nos espera.

Ricardo Gutiérrez is an economist and entrepreneur with extensive experience in various sectors. His life has been marked by professional commitment, faith, and family. Fifty years ago, he married Elsy Dangond, with whom he has built a strong family, raising three children and seven grandchildren. Educated by the Jesuits in Colombia, his education strengthened his principles and trust in God. His faith is his daily guide, inspired by a wise Spanish priest and symbolized by the crucifix before which he prays each day. For him, Jesus Christ is the true architect of his achievements.
