¿Estás listo para sentarte a los pies de Jesús?
Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por muchas cosas; sin embargo, hay algo que es necesario. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la quitará. (Lucas 10:41-42)
Este pasaje solía formar parte de nuestra reflexión durante el retiro anual de trabajo en el Centro Misionero Padre Beiting en los Apalaches de Kentucky. La primera vez que asistí, tenía 29 años y acababa de decidir volver a estudiar. Había un gran problema: estaba tan traumatizada por mi pasado que no podía salir de casa sin un familiar. Para poder asistir a clases, primero tenía que vencer mi miedo a salir sola.
Incluso mientras cargábamos las camionetas para el viaje, no estaba segura de tener el valor para ir. Pero gracias a Dios, seguí adelante. Hice amistad con algunos de los jóvenes asistentes, tratando de disimular el pánico que sentía por dentro. Pasamos la semana descargando cuatro camiones en cuatro días—un nuevo desafío para la Misión. El trabajo duro me ayudaba a distraerme de mi agitación interior, pero estaba aterrorizada del sacerdote encargado. Estaba convencida que vería a través de mí y descubriría que era una cobarde, así que planeé evitarlo por completo. Naturalmente, terminé trabajando a su lado todos los días.
Lo que no me di cuenta en ese momento—pero ahora veo con claridad—es cómo mi ansiedad comenzó a disiparse. Me sentía más liviana. Me sentía segura. Por primera vez en mi vida, sentí que verdaderamente pertenecía a una comunidad. Esa semana, sin que yo me diera cuenta, Dios comenzó a tejer un hermoso plan para mi sanación.
La última noche, en lugar de limpiar, estaba llorando desconsoladamente, enviando mensajes a mi prima diciéndole que no quería volver a casa. No sabía cómo cambiar. Solo sabía que no podía volver a ser como antes. Le pedí al sacerdote de Boston, quien había organizado el viaje, que fuera mi director espiritual. Afortunadamente, aceptó. Antes de regresar, me preguntó por qué no podía ser voluntaria de largo plazo en la Misión. Le respondí: “Jamás podría vivir en Kentucky”.
Durante el año siguiente, regresé a la escuela, fui a Adoración con más regularidad, asistí a un retiro en silencio y continué mis encuentros con mi director espiritual. Empecé a sentir que Dios me llamaba a algo más. Finalmente, me puse en contacto con la Misión para pasar con ellos un mes del verano del siguiente año—tres semanas sola, y una cuarta con “el grupo de Dios de Boston”, como yo los llamaba. Llené los formularios y me comprometí.
Ese verano, durante esas tres semanas, algo cambió. El coro de pensamientos negativos que me había seguido por tanto tiempo comenzó a desvanecerse. Ya no escuchaba: “No vales nada.” “No tienes nada que ofrecer.” “Estarías mejor muerta.” En cambio, comencé a escuchar verdad, amor y esperanza.
Durante ese tiempo, terminé conduciendo al director de la Misión—un sacerdote de 86 años que había perdido casi por completo la visión. Aunque solo veía “formas y sombras”, parecía tener una visión más allá de lo que los ojos humanos pueden percibir. El podía dares cuenta del potencial en los edificios, en la tierra—y en las personas. Cuando me miraba, no veía mi quebranto; me veía con los ojos de Cristo, y por primera vez, yo también empecé a verme así.
Así que puedes imaginarte la sorpresa de mi familia—y de mi director espiritual—cuando les dije que planeaba regresar a casa solo por un mes, y luego volver como voluntaria a largo plazo en Kentucky.
Ese año fue un tiempo de profunda sanación. Dios comenzó a restaurar mi corazón de los traumas de la infancia y a silenciar los demonios que me habían atormentado. Esas viejas mentiras ahora parecen un recuerdo lejano. Ya no soy la misma persona.
El camino por el que Dios me ha llevado desde entonces llenaría un libro—quizás algún día lo escriba. Lo que sí puedo decir, con absoluta certeza, es que, si escuchas el llamado a sentarte a los pies de Jesús, serás transformado completamente y para siempre. Yo sé que así fue para mí.
Dios de amor, gracias por la transformación que has comenzado en mi vida. Gracias por escuchar mis clamores y no dejarme rota ni sola. Gracias por todas las personas maravillosas que has puesto en mi camino para caminar junto a mí.
Si alguien que lee esto se siente sin valor, sin esperanza o sin amor, por favor envuélvelo en tu tierno abrazo. Permítele verse a sí mismo con tus ojos.
En el nombre de Jesús. Amén.
