No se trata de lo que hagamos
Nacido y criado en Framingham, Massachusetts, provengo de un núcleo familiar que no tiene nada de ordinario; mi padre siendo un católico irlandés Bostoniano por excelencia y mi madre, una inmigrante dominicana quien llegó a Boston a la edad de 17 años. Siempre fue una prioridad para mis padres infundirnos, a sus seis hijos, la fe católica como el elemento más importante en nuestras vidas. Con toda su participación en nuestra parroquia local, desde el coro hasta la enseñanza en las clases de confirmación, mi madre y mi padre comenzaron a percatarse que, a pesar de sus esfuerzos por criarnos en la fe, no lo estaban logrando.
Siendo entre los hijos el de la mitad, me encontré como la oveja negra de una familia extremadamente religiosa. También me sentía algo perdido entre mis 4 hermanos y una hermana – y, no me sentía ni enteramente americano ni enteramente Hispano. A menudo recuerdo que me sentía eclipsado por mis otros hermanos especialmente por mi hermano mayor quien con su confianza, su buen atractivo físico, y su sociabilidad me provocaba envidia y aumentaba mi sensibilidad e inseguridad. Como no tenía un sentido de identidad y tenía un deseo intenso de ser querido, comencé a crearme a mí mismo a través de mis pasatiempos. Desarrollé varios talentos, suficientes para impresionar a los que me rodeaban, como queriendo decir “Aquí estoy, ¡quiéranme!”
En la escuela elemental atiborraba libros de borrador con mi arte y competía sin cesar con mis hermanos en baloncesto. Al entrar a la escuela secundaria, patinaba a veces por horas y horas, y cargaba unos naipes a través de los pasillos de la escuela, siempre dispuesto a mostrar un truco mágico a mis compañeros. Luego comencé diligentemente a tocar la guitarra, cantar y a escaparme de casa para hacer algo de arte de grafiti. Aunque mis pasatiempos me causaban algo de gratificación, no podía nunca aferrarme a ese sentido de satisfacción por mucho tiempo porque éste era prontamente devorado por mis inseguridades. Continuamente era traído de vuelta a primera base, preguntándome si en realidad alguien me quería. Al mismo tiempo, la escuela secundaria me había abierto las puertas a las fiestas, el trago, las drogas, y el perseguir a las muchachas; todas estas actividades se convirtieron en avenidas para escaparme de mi auto-rechazo y a esa sensación de ser inadecuado. Desafortunadamente después de cada éxtasis por las drogas y cada “guayabo”, me encontraba nuevamente en el sitio donde había empezado.
Lo que cambió todo fue la llegada de un grupo de misioneros de la vía Neocatecumenal, quienes empezaron una serie de charlas en mi parroquia local. Aunque mis padres me llevaron casi que pataleando y gritando, lo que los misionarios decían me intrigaba. Me dijeron que el cristianismo en realidad estaba enraizado en tener una experiencia con Dios; era recibir la noticia que Dios me ama como yo soy, y que las características de mi personalidad que yo rechazaba eran el lugar para que Dios desplegara su gracia y revelara su gloria. Todo esto sonaba tan nuevo para mí, porque hasta ese momento había pensado que el cristianismo se trataba de acumular tantas buenas obras como fuera posible, como para construir una vía hacia el cielo.
Estas buenas noticias anunciadas por estos misioneros levantaron el velo que me mantenía ciego. Recuerdo que una vez un sacerdote me dijo que “Una de las mentiras más grandes del diablo es hacer creer al ser humano que su valor sólo se basa en lo que como hombre puede hacer”. Este era exactamente mi dilema; yo creía esta mentira. Tanto adentro como afuera de la iglesia, mi identidad estaba totalmente ligada a mis acciones y talentos. El problema, sin embargo, era más profundo, porque con mis pasatiempos yo también tenía pecados; de manera que, si mi valor como ser humano se basaba en lo que yo podía hacer, esto significaba que no había espacio para que yo pudiera ser perdonado. Afortunadamente, estos misioneros me hicieron caer en cuenta que nada de esto era cierto, y que, en realidad, a través de Jesucristo yo podía descubrir que tengo a un padre en el cielo – en otras palabras, que mi identidad no tiene nada que ver con lo que yo pueda hacer para Dios o cuanto yo lo haya amado. En cambio, fue Dios quien me amó primero, y mi identidad es que yo soy un niño que pertenece a El.
Este descubrimiento del amor de Dios es la perla preciosa que llevo en mi trayecto hacia el sacerdocio. He dejado a mi familia, mi deseo de una carrera en las artes, y mi esperanza de tener una esposa e hijos, pero nunca había estado tan feliz. No me falta nada, porque mi Padre en el cielo sabe qué es lo mejor para mí, y hasta las tribulaciones que me toca pasar son gracias regaladas a mí, para que fluya mi gratitud hacia aquellos que están hoy perdidos como yo anteriormente lo estaba.
Fr Gabriel, the fourth of six children, was raised in a Catholic family in Framingham, Massachusetts. By the end of high school, he felt a clear calling to the priesthood, though he initially struggled to accept this vocation. Pursuing his dream of studying art, he found himself continually confronted by the question of his vocation. Eventually, Gabriel decided to stop running and went to the Domus Galilee in Israel for a period of discernment. This pivotal decision allowed him to embrace his calling. Father Gabriel was ordained as a priest in May 2024 and is currently serving at the Immaculate Conception Parish in Marlborough, Massachusetts.